El suelo empieza a girar y me doy cuenta de que el desfile se acerca. Lo consideré un desfile porque realmente no había otra palabra para ello. La procesión de sucesos excéntricos siempre era la misma y parecía una especie de celebración. Algunas facetas se asemejaban a una conmemoración muy distorsionada, recuerdos—pero no. Como ocurría todos los días, no había correlación con ningún festivo del calendario. Decidí abandonar cualquier reflexión y simplemente observar. Algo en ese momento sugería que requería compromiso con la memoria, un breve descanso de la entrega incuestionable de las tareas. El suelo pasa de caramelo a musgo de algodón de azúcar, de colores vivos y cubierto de hilos blancos que tiemblan en el aire de la cabina. Poco a poco, las cuerdas se detienen en su aparente movimiento arbitrario, prefiriendo en cambio un complejo ciclo de extensión e entrelazamiento. Mientras los ligamentos siguen creciendo, rasgándose, reconstruyéndose y fusionándose, miro la construcción frenética y no puedo comprender del todo la complejidad y la sincronía. Empiezo a llorar mientras los hilos inusuales tejen su historia.